Hace unos meses nadie pronosticó la subida de precios de la energía que constituye actualmente el principal elemento que explica la subida de los precios. Hace meses tampoco se sabía, ni se sabe ahora, cómo había afectado la pandemia de la COVID-19 al crecimiento global desde una perspectiva estructural. ¿A qué nos referimos con “estructural”? La gran pregunta es si, cuando se habla de “recuperar el PIB de 2019”, se está refiriendo solamente a un nivel cuantitativo de determinadas magnitudes macroeconómicas, como el PIB, o si también se pretende retornar a la foto fija de aquel año. La respuesta a la segunda pregunta es no. No hay vuelta atrás posible a aquella realidad, aunque la opinión pública y muchos responsables políticos se empeñen en defender lo contrario.
Desde 2019 han cambiado muchas cosas, algunas por la pandemia y otras por diferentes razones, y todas ellas afectan a la evolución de los precios.
¿Qué cosas han cambiado?
La pandemia ha acelerado los procesos de digitalización, ha modificado hábitos y ha desacompasado la oferta y demanda en prácticamente todos los sectores productivos. Hay oferta ociosa, oferta que nunca se recuperó porque las ayudas nunca llegaron o no sirvieron para ello, o simplemente porque el shock generado por la COVID-19 aceleró su decadencia y provocó su obsolescencia antes de lo previsto o imaginado en 2019.
La pandemia también ha provocado un embolsamiento de la demanda y una acumulación de ahorro en determinados colectivos, mientras que en otros ha pasado lo contrario, ya que se han empobrecido. En este sentido, la situación no se normalizará hasta que ocurra lo mismo con el ciclo y con las expectativas todavía condicionadas por episodios de incertidumbre, miedo y euforia concatenados. No será fácil hacer previsiones hasta que la demanda se normalice en su nueva ruta.
Además, la pandemia es parcialmente responsable de las transformaciones que están provocando los llamados “cuellos de botella” en la cadena global de suministros. El confinamiento puso en valor ideas como la economía de la proximidad, no sólo para la cadena alimentaria sino también para todos los procesos productivos y, por supuesto, industriales.
Pero, sin el coronavirus… ¿estaríamos donde estamos ahora?
Probablemente no, pero antes de la pandemia algunos hechos ya apuntaban a una aceleración de la transformación de nuestra economía: elementos geopolíticos como la rivalidad entre Estados Unidos y China o la reflexión sobre la “autonomía estratégica europea” ya apuntaban en esa dirección. También la certeza de que la digitalización iba a cambiarlo casi todo en muy poco tiempo. La pandemia puede haber acelerado estas tendencias y, con ello, las tensiones inflacionistas que el ajuste genera.
De la misma forma, otros factores estaban ahí antes, como la cuestión energética. El salto de los precios energéticos se explica por diversas cuestiones. Por una parte, elementos coyunturales, como las circunstancias concretas de la climatología del pasado invierno o del viento en el verano, o el aumento de la demanda tras el confinamiento. Por otro lado, geopolítica (Rusia, Argelia…), y elementos estructurales y regulatorios propios de la transición energética surgidos como consecuencia de la lucha contra el cambio climático. Esta transición está comenzando a mostrar los costes que genera, inevitables, pero hasta ahora poco publicitados, en un proceso de ajuste que, como todos, tendrá ganadores y perdedores, y que resulta imprescindible para salvar al planeta. En este aspecto, Europa ha reaccionado tarde y con ingenuidad, de manera descoordinada incluso, y debe saber superar la reciente publicación de su tool box -el compendio de todo lo que han hecho los 27 Estados miembros-, adoptando una verdadera estrategia que conduzca a la creación de una unión energética europea. Además, se deben reformar con claridad instrumentos europeos como los ETS (régimen de comercio de derechos de emisión de gases de efecto invernadero) para que contribuyan plenamente a financiar la transición energética y los esfuerzos inversores de sus principales protagonistas, y no a ampliar la producción de electricidad barata quemando carbón, como sucede ahora. Hay deficiencias regulatorias claras, necesidades de actuación común, incluso geopolíticas, inversiones y apuestas tecnológicas pendientes que no pueden esperar más y falta mucha pedagogía.
Por último, la evolución de los precios no es ajena a la realidad monetaria y financiera: los océanos de liquidez no solo han servido para financiar y salvar a muchas empresas sino que, además, se han filtrado en inversiones de todo tipo, alentando el debate acerca de la creación de nuevas burbujas y subidas de precios, por ejemplo en el mercado inmobiliario, que como bien se sabe acaban afectando a la economía real vía precios y subidas de los costes de producción, del coste de la vida y de la cesta básica del consumo.
Así que el Fondo Monetario Internacional (FMI) acierta cuando advierte de los riesgos de eliminar demasiado pronto los estímulos fiscales desplegados para superar la crisis económica provocada por la COVID-19. Las empresas siguen dependiendo del crédito y, en demasiados casos, todavía no han normalizado sus balances ni su actividad, ni en Europa han recibido ayudas de manera similar ni suficiente. Así mismo, mientras persista el temor a que aparezca una nueva variante u oleada de coronavirus como la de este verano (la variante Delta), es difícil imaginar una absoluta normalización de sus decisiones de inversión.
¿Habrá estanflación?
Todo lo anterior no quiere decir que los precios no vayan a subir este invierno. Los ajustes entre oferta y demanda continuarán a medida que la profunda transformación de la economía global prosiga su cauce actual, acelerada por el impulso de la digitalización, y la escasez de determinados productos y suministros y de materias primas se deje notar.
Los cuellos de botella están estrechando los márgenes de muchos fabricantes, algunos muy debilitados tras la crisis, que pueden acabar elevando los precios para recuperarlos. Ahora se va a comprobar la importancia que tenía haber podido desplegar ayudas a empresas de toda dimensión con eficiencia y rapidez tras el confinamiento.
Otra cuestión es si podemos adentrarnos en un escenario de estanflación (desempleo e inflación). Como se destacó en uno de los últimos fact-checks del ORFIN, ese escenario debe descartarse porque la subida de los precios de la energía es coyuntural, y porque la aceleración que la pandemia ha impelido sobre las transformaciones estructurales del sistema productivo global debería normalizarse en 2022. Pero ello no quiere decir que no cueste generar empleo y que este se estanque en ciertos niveles inaceptables en determinados colectivos -mujeres, jóvenes y trabajadores no cualificados-, como consecuencia de las transformaciones productivas y no por una caída de la actividad económica.
Ahí la clave será la capacidad de la economía europea y, por supuesto, de la española, para aprovechar las oportunidades que los Fondos Europeos ofrecen, siempre y cuando la gobernanza económica, la política y la coordinación público-privada estén a la altura de lo que el momento exige. Puede haber tensiones sociales, malestar y oposición a determinadas transformaciones, a pesar de resultar imprescindibles, como las derivadas de la transición energética.
Por todo esto, el FMI acierta una vez más cuando dice que confía en que, cuando se superen las restricciones de oferta como consecuencia de todo lo aquí argumentado, y cuando ocurra lo mismo con los precios de la energía, la inflación vuelva a su nivel habitual. La clave es qué pasará mientras tanto y cuánto durará ese ínterin en el que ya estamos inmersos.
Juan Moscoso del Prado
Miembro del Consejo Asesor del Observatorio sobre la Realidad Financiera