La “Actualización del Programa de Estabilidad 2022-2025 del Reino de España” supuso un jarro de agua fría sobre las expectativas de crecimiento, menos optimistas pero más realistas, tras un primer trimestre peor de lo esperado. El relato económico de la pandemia es conocido: el PIB español fue el segundo más dañado de la UE en el período 2020-2021, solo después de Grecia, y su tasa de paro es de las más elevadas de la UE, a pesar de la evolución positiva. La causa está directamente ligada a un modelo productivo hipertrofiado que no parece haber reaccionado a la velocidad requerida y que, por si fuese poco, la guerra en Ucrania ha venido a ralentizar.
El Gobierno ha recortado la previsión de crecimiento del 7% al 4,3% y, pese a haber rebajado la tasa de paro desde el 16% al final de 2020 hasta el 12,8% este año, la inflación se situará este ejercicio por encima del 6% –lejos del ansiado 2%–, que aún tardará en llegar. En este mismo escenario macroeconómico, la vicepresidenta primera, Nadia Calviño, augura una caída del déficit público hasta el 5%, algo más de un punto superior al 3,9% que estima para 2023, lo que hace inevitable un proceso de consolidación fiscal que ajuste el déficit estructural crónico que padece la economía española, consecuencia de unos ingresos inferiores a la media y no tanto por un exceso de gasto público. La Comisión Europea apuesta por mantener un año más las reglas fiscales en suspenso, pero convendría ir preparando el terreno. En realidad, España ya había llegado a la pandemia con niveles altos de déficit y deuda, lo que explica el escaso margen relativo que tuvo para desplegar políticas de gasto en los peores momentos.
Teniendo en cuenta que el PIB español cayó un 10,8% en 2020, de cumplirse estas previsiones, y en línea con las estimaciones del Banco de España, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) y otros organismos nacionales e internacionales, el Gobierno habría renunciado a recuperar lo perdido este año y lo vuelve a relegar hasta mediados de 2023, algo que no ha sucedido en los países europeos más avanzados, que han recuperado su nivel de PIB prepandemia hace meses. La ecuación –como lo es el relato económico de la pandemia– también es conocida: España gasta de manera estructural más de lo que ingresa, su productividad es baja y mientras no se afronte un nuevo modelo productivo que dependa menos de los servicios de bajo valor añadido y apueste de manera decidida por la industria del siglo XXI y servicios de vanguardia, no parece que nada sustancial cambie. Más aún cuando el grueso de las reformas estructurales siguen pendientes, a pesar del avance en el terreno laboral. Es evidente que un modelo económico no se cambia en una legislatura, ni siquiera en dos, pero las bases sí se pueden empezar construir.
Con este panorama nacional, lo que se ve fuera no es más halagüeño.La economía norteamericana parece haber entrado ya en un cambio de ciclo, lo que está ocurriendo en Shanghái con la política de Covid cero introduce mayor incertidumbre y no permite estabilizar las cadenas de valor, y el conflicto en Ucrania pone a Europa ante una tesitura difícil de abordar, con una inflación desbocada y sistémica. Esto traerá, en breve, cambios en la política monetaria, que se traducirán en un incremento de los tipos de interés, tanto para el sector público como privado, como ya ha anunciado el BCE, con las implicaciones que ello tiene. La vieja disyuntiva entre inflación y desempleo vuelve a estar de actualidad, agravada, si cabe, por el impacto que podría tener sobre las cuentas públicas la actualización de las pensiones. Seguramente se deba renunciar a este objetivo y, al igual que se exige a los trabajadores llegar a un pacto de rentas y a los empresarios a otro de precios, los pensionistas con mayor capacidad adquisitiva tendrán que llegar a un pacto de pensiones que signifique una actualización incompleta de su pensión.
Si se consigue reducir la espiral inflacionista y situarse en el entorno del 2%, como apunta el Programa de Estabilidad, se frenaría la erosión en el poder adquisitivo de los ingresos y el ahorro, al tiempo que sobre la competitividad de las empresas, lo que permitiría avanzar sobre la hoja de ruta prevista. Pero si esto no sucede, el cliff effect (o efecto acantilado) ante el que se sitúa la economía española comienza a ser peligroso. El Fondo Monetario Internacional (FMI) advirtió de que se produciría este efecto cuando se retirasen los estímulos ligados a la pandemia: “todas las ayudas deben ser revisadas cuando sea posible y evitar que al retirarlas haya bancarrotas, pérdidas de ingresos o impagos”, pues en caso contrario, un viento repentino sería capaz de desequilibrar todo. Las piezas deben ir encajando y el cambio que se propugna no debe producir consecuencias desproporcionadas negativas sobre los sectores maduros. Los fondos Next Generation, a los que parece haber eclipsado la guerra, siguen su curso, y de su gestión y capilaridad depende, en buena parte, la recuperación de la economía española.
Desde el Ministerio de Economía insisten a Bruselas que “las licitaciones de proyectos de obras públicas y la formación bruta de capital fijo se materializarán en forma más sostenida en el tiempo por lo que los efectos macroeconómicos se dilatarán hasta 2025 y las subvenciones y transferencias al sector privado permitirán intensificar el impacto a partir del segundo trimestre de 2022”. Una nueva patada hacia delante a la recuperación y a los efectos positivos que se esperan del llamado “Plan Marshall europeo”, si bien, las rigideces y lentitud que han marcado su desarrollo siguen aconsejando una cierta cogobernanza con las comunidades autónomas, mayor agilidad en su ejecución y transparencia. De cómo esto se haga va a depender que la economía española ponga un pie en el aire sobre el mar o regrese a caminar en la zona más sólida del acantilado. Porque no todo está al albur de lo que decida Putin.
María Cadaval es profesora de Economía Aplicada en la Universidad de Santiago de Compostela y miembro del Consejo Asesor del ORFIN