La semana pasada se hizo público el borrador más avanzado del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliciencia de la Economía Española, un completo set de inversiones y reformas que, de acuerdo con lo establecido en el Consejo Europeo de julio de 2020, debe guiar los esfuerzos de nuestra economía y nuestra sociedad para la transformación y recuperación de la senda de crecimiento económico sostenido. Como tal, el plan de recuperación no contiene ninguna gran novedad, y es bueno que así sea; las prioridades de inversión identificadas responden bien a los retos que tiene la economía española: el incremento de la sostenibilidad, la reconversión del sector turístico y su modernización, el apoyo al sistema educativo, la intensificación en la digitalización, las políticas activas de empleo, la modernización de la administración… nada de lo que aparece en el plan sorprende. Y nada de lo que pudiéramos considerar una prioridad deja de aparecer. Se puede estar de acuerdo con la distribución presupuestaria, considerar unos capítulos excesivos y otros poco dotados, pero en líneas generales es difícil estar en contra de la batería de inversiones que aparecen en el mismo.
De la misma manera, las reformas, imprescindibles para acceder a los fondos, apuntan también a algunas de nuestras principales lagunas en materia de incremento de la productividad: la reforma laboral, la modernización de las políticas sectoriales, la movilidad sostenible o la reforma de la administración, reformas todas ellas pertinentes y largamente demandadas en un país que no destaca particularmente por su ímpetu reformista.
Hasta aquí, todo bien: el plan de recuperación está bien presentado, las inversiones y reformas están bien ponderadas, y son las que, razonablemente, podemos esperar de este y de otros planes que ya se presentaron en el pasado. Y este es el principal aspecto que nos debe mantener alerta: la implementación del mismo. La ejecución de un montante de tal magnitud en materia de inversiones públicas requiere de una administración ágil y adecuadamente dotada para poder desarrollar las funciones de implementación con un diseño de calidad en los proyectos y las intervenciones. La tentación de hacer lo que sabemos hacer, sin evaluar sus resultados o sin analizar previamente el coste/beneficio de las intervenciones, puede llevarse por delante gran parte de los impactos de un plan que está sometido a grandes presiones económicas, mediáticas y políticas.
Mucho se ha hablado de la capacidad de ejecución de fondos de las administraciones públicas -a la cola de la Unión Europea- pero el problema no sería tanto que no se ejecutasen, sino que se ejecutasen mal y no se aprovechasen para la transformación de nuestra economía. Esto implica que la preparación de los proyectos concretos que se presenten a las convocatorias de subvenciones, convenios y PERTEs deben ser impecables y con una gran calidad técnica, lo cual requiere tiempos y recursos que a fecha de hoy solo se están destinando marginalmente.
Sin embargo, la implementación de las inversiones no es el único reto que tenemos por delante. El propio diseño de las reformas, muy poco detallado en el plan de recuperación presentado, nos invita a pensar que su ejecución dará más quebraderos de cabeza de los que hoy podemos suponer. No se puede reformar todo al mismo tiempo y de la misma manera, y elaborar un plan no es hacer una reforma. Hay plazos legislativos, intervención de numerosos actores no siempre dispuestos a llegar a consensos, dificultades técnicas, y ausencia de una visión compartida de lo que queremos decir cuando decimos “reforma”, que pueden llevar al traste con las mejores intenciones. Porque mucho de lo que en esas páginas aparece, siendo necesario, lamentablemente, no es la primera vez que se lee en un plan ambicioso.
En definitiva, el plan es sólo el principio del camino que tenemos que recorrer. La puesta en marcha de los mecanismos administrativos y legales para instrumentar sus componentes es, probablemente, el desafío más importante que tenemos por delante. Las provisiones contenidas en el Real Decreto 36/2020 sobre agilización de los procedimientos no parece suficiente ante una administración que requerirá de mucha materia gris y mucho músculo ejecutor.
Si somos capaces de estructurar una implementación ágil y eficaz, aprovecharemos la oportunidad. Si no, viviremos un nuevo fracaso como país. Tenemos por delante seis años para provocar este cambio en nuestra economía y esta vez no será por falta de recursos. El diablo se esconde en los detalles y, en esta ocasión, los detalles a los que habrá que prestar atención serán muchos y muy variados. Veamos.
José Moisés Martín Carretero
Miembro del Consejo Asesor del Observatorio sobre la Realidad Financiera