El escenario fiscal que se dibuja para la economía española

  • 17 febrero 2021

Cuando el 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud declaró a la COVID-19 como pandemia, en España rondaba ya el temor fundado a una desaceleración económica, en un contexto de presupuestos prorrogados y déficit estructural superior al 3%. Europa miraba a España con recelo para exigirle un mayor esfuerzo de consolidación, tras las recurrentes prórrogas e incumplimientos, al tiempo que le reclamaba la implementación de las reformas estructurales necesarias para reconducir los desequilibrios no financieros permanentes hasta el -0,65%, al abrigo del Pacto de Estabilidad y Crecimiento.

Un año después la pregunta es: ¿Cuándo volverá la economía española a estar como en 2019? El año en el que se declaró la pandemia el PIB se desplomó un 11%, una caída que no se conocía desde la Guerra Civil. Una herida que se superpone a la que todavía estaba sin cicatrizar de la crisis financiera de 2008. España es ahora, igual que entonces, una de las economías más castigadas por las consecuencias de la COVID-19 en el club de los países miembros de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) y su recuperación, lejos de la deseada V, será “gradual e incompleta” y no logrará alcanzar los niveles anteriores hasta, por lo menos, el 2023. Sin embargo, España es ahora, a diferencia de entonces, uno de los países menos proactivos en el frente fiscal, el cuarto por la cola según el FMI. 

¿Qué explica esta diferencia de actuación en el ámbito fiscal?

La exigua capacidad de reacción se explica por el estrecho margen fiscal del que dispone. Desde el año 2012 España estuvo bajo la lupa de la vigilancia exhaustiva de la Unión Europea, tras la que dejó ver una consolidación fiscal coyuntural, a costa de ensanchar el déficit estructural y la deuda pública. Este maquillaje se ha borrado de golpe con la pandemia y quedó al descubierto la incapacidad permanente de su sistema fiscal para hacer frente a los gastos, con la excepción de los años que duró la burbuja inmobiliaria. Solo en 2004 España consiguió cuadrar sus cuentas, para situarlas en superávit los tres años siguientes: un 1,2% en 2005, 2,2% en 2006 y 1,9% en 2007. A partir de ahí no recuperó la senda positiva. El año 2008 se cerró con un déficit del -4,4%, que llegó al -11% al siguiente y a partir de ahí fue ajustándose, sin llegar nunca a equilibrarse, hasta cerrar 2020 con un -11,3%.

En esta ocasión, parece que un déficit de dos dígitos no es preocupante, más aún cuando la Unión Europea decidió activar la cláusula general de salvaguarda del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, en línea con lo que designó el Fondo Monetario Internacional: “la deuda pública no es el riesgo más inmediato y la prioridad a corto plazo es evitar la retirada prematura de los estímulos fiscales”. Sin embargo, sí lo es. El riesgo no está en el volumen de deuda o déficit coyuntural asociado a la pandemia, que desaparecerá cuando llegue la recuperación, sino en la parte estructural que continúa ensanchándose y que puede hacer insostenibles las cuentas públicas en un futuro no muy lejano.

La política monetaria, alineada ahora con la política fiscal, inyectará en los próximos meses los miles de millones de euros que sean necesarios para cubrir los desajustes presupuestarios, al tiempo que el BCE comprará todas las emisiones de deuda del Tesoro español. Pero esta liquidez no garantiza solvencia ni, mucho menos, será infinita. La válvula de oxígeno que ha abierto el BCE se irá cerrando al ritmo de recuperación de los países tractores hasta retirar el estímulo, momento en el que la economía española debiera poder respirar de manera autónoma. Para entonces, debe tener preparados y en marcha los mecanismos necesarios para elevar el potencial de crecimiento económico del país y haber acometido las reformas principales, entre las que tiene prioridad la fiscal.

Hay que reformar la fiscalidad, no tanto por los efectos de la pandemia como para corregir sus debilidades estructurales. En los próximos meses una comisión de expertos trabajará en una propuesta para dirigir la reforma fiscal, que debe poner el foco en la consecución de un sistema sencillo, equitativo, suficiente y neutral. Además de simplificar cuantitativa y cualitativamente los impuestos, integrar aquellos que nacieron con carácter transitorio, homogeneizar ciertas figuras cedidas a las CC.AA. y otorgar el lugar que le corresponde a la fiscalidad verde, debe poner el foco en las deducciones, reducciones y exenciones fiscales de los grandes impuestos, para que el sistema en su conjunto deje de tener más agujeros que un colador, como constató la AIREF en 2020. ¿Cómo es posible que los principales impuestos tengan tipos impositivos marginales similares a otros países europeos y, a la vez, una recaudación mucho menor? La respuesta es doble: por un lado, los beneficios fiscales están obsoletos y no cumplen su objetivo; por el otro, la base fiscal de la que se nutren es reducida y está mermada por el gran agujero central que suponen la elusión y la evasión fiscal. El fraude fiscal estimado está muy por encima de la media europea y supera el 20% del PIB, según un estudio de FUNCAS.

En paralelo urge la reforma del sistema de financiación autonómica, caduco desde 2014 y dopado durante la pandemia con fondos COVID y otros instrumentos que han paliado, hasta el momento, el impacto de esta crisis en sus cuentas. La realidad comenzará a verse a partir de la liquidación definitiva del ejercicio 2020 –en el que las entregas a cuenta se han hecho como si nada estuviera pasando–, cuando las CC.AA. tengan que devolver, ceteris paribus, el exceso recibido durante estos dos años, tras la caída abrupta de la recaudación impositiva que no se les ha trasladado.

Dos reformas que no pueden quedarse en un cajón, como tampoco la racionalidad en el gasto, salvo que España quiera que su Estado del Bienestar sea el anhelo de lo que fue y el deseo de lo que no volverá a ser.

María Cadaval

Miembro del Consejo Asesor del Observatorio sobre la Realidad Financiera